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Capítulo 17 ( Penúltimo ) - Novela: Los Pesos Fuertes del Banco de Barcelona


Los Pesos Fuertes del Banco de Barcelona                   
Rafael López y Guillén

       
Castellón 1.912
Capítulo Diecisieteavo 



          Estaba sentado directamente en la tierra, bajo un naranjo contra el que apoyaba la espalda, a cubierto del sol. Miraba fijamente al árbol que había enfrente, al otro lado del camino, en otro huerto. Era un níspero con su fruto anaranjado lleno a rebosar. Le atraía. En cuanto se pusiera de pie iba a atacarlo un poco, unos cuantos solamente, que seguro que serían propiedad de algún primo lejano o de cualquier vecino. Él ya no conocía ni los campos, ni sus propietarios.
         Se giró sin levantarse para mirar sobre su hombro, a esa misma fila de naranjos, por donde estaba llegando ya el agua. Lo había hecho bien. Había levantado las pesadas almenaras, las compuertas para ir dirigiendo al agua hacia las filas de naranjos de su familia. Y, sobre todo, hecho bien al cerrar la última compuerta para no regar al vecino. Eso su padre se lo había enseñado el primer día que fue al campo. El riego por este viejo canal árabe se hace por inundación de agua. Hay que tener cuidado con tus tierras y con las de los cercanos.
         Ya hacía unos cuantos días que estaba en el pueblo. Había dejado su pacificadora junto al resto de armas, cerrado con piedras y barro el boquete en la pared. No había parado limpiando y tirando cosas viejas. En cualquier momento le interesaría desaparecer del mundo y, que mejor sitio que allí, donde nadie sabía su ubicación, presuponía que sería muy pronto.
         Al moverse un poco, notó la hoja escrita que tenía del itinerario de la infanta y se acordó del viejo comisario.
         Cuando llegó a la cantina del ferrocarril de Barcelona a Sarriá lo vio de lejos. Estaba sentado en una mesa afuera, en la puerta de la cafetería Zúrich y eran las doce en punto, hora del ángelus. Le esperaba no sabía desde cuándo. 
         Se acercó a la cafetería y entró por una puerta que estaba al lado izquierdo según iba de camino. Pidió al camarero un café y salió detrás justo del comisario. Le hizo broma y le apuntó con su bastón hasta tocarlo por la espalda.
         - ¡Su vida se ha acabado! - le amenazó tras él.
         - Juan, déjate de tonterías y siéntate que te he visto entrar. Ponte aquí a mi derecha, que la vista y el oído izquierdo no me funcionan igual - señaló un asiento que había a su lado en la mesa.
         Sonrió por la avispada alerta que aún conservaba el hombre, que ya debía de superar los setenta. Se sentó.
         - Desde que me dijeron que volvías, te estoy esperando - pues hace ya casi un mes del aviso que envié, pensó Juan.
         - Ya que has venido, toma - le tendió una hoja. - La Infanta Isabel de Borbón y Borbón va a realizar una visita en julio por tus tierras valencianas. Nos gustaría que la miraras y nos advirtieras, si atentarán los anarquistas, ¿donde crees que lo harían? Pues fortaleceríamos más esos lugares. Tu eres nuestro experto. ¿Te acuerdas cuando te dije que tenias madera, aquel fatídico y especial San Juan?
         - Por supuesto - respondió Juan. - Me acuerdo palabra por palabra. Cuando echó a mis amigos y nos quedamos solos, empezó diciendo que eso que me había castigado a un destierro era mi coartada, que veía en mí un estupendo hallazgo, innato, y que tenía madera de espía y les hacía falta mi perfil.
         - ¿Tienes suficiente dinero? ¿Te has podido hacer una buena hucha? - a Juan le extrañó la pregunta.
         - Sí, con sueldo oficial de periodista y con un sobresueldo extra grande he podido hacerme "una hucha" - le respondió con su misma palabra, aunque no dijo dónde lo tenía invertido y guardado.
         - La verdad era esa: nuestro embajador francés nos pedía alguien que se pudiera infiltrar en los círculos clandestinos de algunos bares parisinos. Habían advertido un incremento grande de españoles sospechosos. Y tú además de ser joven e intrépido, sabías idiomas y no tenías familia. Ya te dije, el perfil ideal. ¿Cómo te fue al llegar? ¿Fue casualidad lo de evitar el atentado de Alfonso XIII?
         En ese momento, llegó el camarero con su mandil y le dejó su café. El ex-comisario le dio unas monedas y le dijo que se guardara la vuelta.
         - Nada más llegar, tras presentarme a nuestro embajador Fernando León y Castillo, en el primer acto oficial que hizo en la embajada, busqué y encontré a Eugène-Rene Poubelle, el prefecto del departamento del Sena, quien me reconoció enseguida: el salvador de la exposición de Barcelona. Al decirle que había decidido cambiar de aires, pues me había separado de mi mujer y abandonado mi periódico, y que había venido a París para reencontrarme, y que buscaba trabajo, empezó a mirar por entre la gente, y entonces me cogió del brazo y me llevó ante un hombre mayor.
         - Mi querido Arthur, te presento a Juan Guillén, es un periodista español. Trabajó en el diario La Vanguardia de Barcelona, y acaba de llegar aquí. Busca trabajo - explicó.
         - Arthur Meyer de Le Gaulois, es un diario pequeño, pero selecto. Nuestros clientes son la flor y nata de la nobleza.
         - Se presentó a si mismo y empecé a trabajar con él. De ahí pasé a Le Figaro en un par de años. Mis contactos en las fiestas de todas las embajadas me hacían destacar.
         - ¡Si que has vivido bien entonces! - comentó el viejo comisario.
         - Por las tardes empecé a merodear los sitios que se me dijeron, hasta que encontré uno especial, el Café de Flore, en él había caldo de cultivo. Había muchos españoles de varios lugares, la mayoría artistas. El embajador me hizo contactar con un policía francés, que nos ayudaría en colaboración entre naciones. Me hice un gran amigo de él. Quedábamos allí tres o cuatro veces por semana a la tarde en ese sitio. Un día, sí, fue casualidad, estábamos ambos observando a uno joven que no nos cuadraba, tenía una cara muy sería, para ir a tomar unos vinos, por lo que a los dos nos había llamado la atención. En el local había bastante más gente - Juan paró para tomar un sorbo de su café. Continuó. - Se nos acercaron a la mesa donde estábamos dos españoles con una chica que tenían agarrada los dos, o mejor dicho, ella les agarraba. Todos estaban algo bebidos y contentos. Uno de ellos con un bigote me señaló con su índice. Tú hablas catalán, que te he oído varias veces. Dile que yo también lo hablo muy bien. Eso me lo dijo en catalán.
         Como se habían interpuesto entre el que observábamos, el policía francés se ladeó para seguir observando. Yo les miré a los tres desde mi asiento, mientras ellos estaban de pie apoyados en nuestra mesa.
         - ¿Supongo que tú te jugaras un beso si es verdad? ¿cómo te llamas? Le pregunté a la chica en francés. Respondió que si, y su nombre era Lady MacLeod.
         Mientras hablaba con ellos, entró otro hombre y se puso al lado del que estudiábamos, dejó una bolsa en el suelo entre ambos. En ese momento sentí un codazo del amigo policía que tenía sentado al lado.
         - Bueno, pues si te juegas un beso, él que se apueste ese bigote. ¿Qué os parece el trato? Les dije en francés mirándoles a los tres. Afirmaron los tres.
         - Tú eres de Málaga, se te nota en el acento, no hablas muy bien el catalán. Y tú, me dirigí a la chica, no eres ni francesa. ¿Holandesa o Belga? Le pregunté. Todos se enfadaron y me enviaron muy lejos por decirlo bonito. Ese malhumor confirmó que había acertado y conseguido que se alejaran volviendo a la barra. El del bigote se giró y me hizo señas poniéndose el dedo índice en la nariz y luego haciendo un gesto obsceno con él por su culo - rieron Juan y el comisario.  
         - Le pregunté a mi amigo el policía francés si conocía bien al imbécil ese del gesto. Me dijo que un día lo había visto llorando y borracho solo en la barra, que pagó lo que debía y le acompañó a su estudio. Era un pintor. Que pesado. Preguntó varias veces porqué llevaba tres anillos en un dedo. Otro día vino con un cuadro que me había hecho. Le dije que no lo quería, que lo pintara encima. Con lo feo que soy, encima verme.
         El hombre que había venido el último, salió del bar por la puerta dejando la bolsa en el suelo. Nos miramos y con la mirada me dijo que él lo seguiría, saliendo tras él. Yo me quede allí un rato más, a ver qué hacía el primero al que seguía observando. Era una lástima, porque estaba tras el imbécil y no lo veía bien.
         Entonces lo vio agacharse y coger la bolsa, ya debía de haber pagado pues se giró y salió a la calle. Me acerqué a la barra y le di dinero para pagar lo mío y del amigo francés, y de paso que invitaba a esos tres a una ronda. No quería vuelta. Se le quedaron mirando y le dieron las gracias. La experiencia me había dicho que con poco dinero a veces se consigue cambiar los gestos. 
         Al salir, giré en la calle hacia donde había visto a lo lejos que andaba. Me puse la gorra y bajé la cabeza. Introduje las manos en los bolsillos del pantalón de trabajo que hoy llevaba, suerte que tenía ese piso alquilado en Montmartre. Allí iba de vez en cuando con sus amigas. En él tenía un baúl cerrado con llave con cosas varias, entre ellas ropaje, pues no quería desentonar con el entorno. Lo fue siguiendo entrando en otro barrio, pasando callejuelas hasta que lo vio entrar en una portería, en un edificio de una esquina. Siguió andando hasta pasarla de largo y se giró escondido en una esquina. Lo vi salir al primer balcón y me resguardé con la pared para ocultarme. Un minuto después volví a mirar, no estaba. Fui andando hacia allí y me pasé de largo descaminando lo andado para ir al bar de regreso. Al pasar por delante de la portería busco el nombre de las calles que se cruzaban, rue de Rivoli y Rohan.
         Llegué al bar y allí ya estaba mi amigo el francés hablando con nuestro común amigo Antonio Torradell, el mallorquín, pianista, del que me gustaba su forma de hablar el catalán. Cuando se fué Torradell me explicó que le había seguido, y que se había subido en un tren que salía en ese momento. No vio oportuno el tomarlo él también, querría desaparecer de la ciudad. Cuando le dije los nombres de las calles donde había visto entrar al otro, hizo un gesto con la cabeza ladeándola y subiendo una ceja.
Quizás quiera atentar en la visita que va a hacer tu rey Alfonso XIII a finales de este mes. Habrá que montar turnos para vigilarle, avisaré a algunos compañeros. Tú tendrías que pegarte a tu rey y seguirle.
     Así fue, que con ayuda del embajador, acompañé en algunos actos al monarca. En uno de esos actos, al volver de la ópera, cuando vi que pasarían por esa calle, bajé andando del carro, para adelantarme. Todas las fachadas de las calles de ese circuito, estaban engalanadas con banderas de ambos países. Corrí hasta llegar a la portería, vi al amigo francés enfrente, entre un gentío que estaba esperando para ver al monarca español. El francés me hizo un gesto y pude ver que estaba en el balcón. La puerta de entrada del edificio estaba a medio cerrar, en la portería habían varios vecinos, por lo que no me costó entrar. Al detenerme para recuperarme tras subir los pocos escalones corriendo, saqué mi pistola que llevo siempre en la espalda pues es muy grande. El ruido de los vítores y aplausos que escuché en ese momento, preludiaban que estaba llegando la carroza. Sin dudarlo pateé con fuerza la puerta de la vivienda. Nada más abrirla lo vi en el balcón. Llevaba una bomba Orsini en la mano derecha, ocultándola desde la calle, pero que él vio. Al girarse y verme apuntándole con la pistola, tiró de espaldas la bomba a la calle y saltó al suelo refugiándose tras una cama que había. Disparé al mismo tiempo que estalló en la calle la bomba. La bala mordió la pared. El polvo, cristales rotos y trozos de piedras de las paredes llenaron la habitación de golpe. Me tiré al suelo para evitarlos, al levantarme aún le pude ver saltar por el balcón. Cuando bajé, el panorama era atroz, gente gritando, llorando, cubiertos de polvo. Mi amigo el francés me indicó hacia una calle por donde había visto desaparecer al individuo. No vi restos de sangre en ningún sitio y respiré aliviado.

         - Fortuna o casualidad, sí - le dijo al viejo comisario mientras apuraba el último sorbo de café.
         - ¿Y como se te ocurrió convertirte en agente doble? La verdad eso es lo que más me ha sorprendido de ti - le dijo el comisario acercándose para escucharle mejor.
         Cuantas preguntas le hacía ese hombre, le extrañó a Juan. Pero estaban recordando años, y si, ya hacía mucho tiempo de todas sus misiones. Una aventura continua que llenaría un libro.
         - Precisamente por ese atentado estuvimos tirando de contactos y, buscando, averiguamos donde se fundió esa bomba, en París y que fueron enviadas desde Londres y preparadas por un tal Harvey, un inglés. Detuvimos a muchos, menos al que se escapó, de alias Farrás. Aunque averiguamos donde trabajaba en una librería. Fueron absueltos por el Tribunal de la Seine - Juan se echó hacía atrás para reposar, hizo una pausa y prosiguió con lo que le pedía: ser agente doble.
     - Nunca averiguamos si había anarquistas en Inglaterra o si había sido enviado por su gobierno, que creía más inverosímil, pero me hizo pensar en lo que desconocíamos de los ingleses. Por eso pensé un ardid, una trama, algo que les hiciera fijarse en él. Conozco a muchos corresponsales de varios medios como yo, en varias ciudades de Francia y Alemania. A veces hablábamos entre nosotros de que nos creían a pies juntillas lo que enviábamos. Envié a través de nuestra embajada una hoja de un periódico alemán con una foto de su flota en el aire, y otra de uno inglés con foto de una costa, a ver si serían capaces de hacer una fusión entre ambas fotos, aunque fuese de mala calidad. Una chica Gerda Taro lo consiguió, sin necesidad siquiera de jugar con el magnesio. En cuanto me llegó me fui a Berlín y envié desde allí al editor en Londres, del que había conseguido fácilmente su nombre, una crónica del corresponsal del Times de allí. Sé hinchar la perra muy bien.
     - ¿Hinchar la perra, eso que es? - preguntó el ex comisario.
     - Es argot periodístico. Significa hablar de algo rellenando unas líneas sin decir nada. Adjuntaba la foto retocada, informando que la había conseguido jugándose la vida, pero que quería que se hiciera pública. En unas semanas, ya me estaban preguntando como sabía que era falsa, y claro les enseñé el diario original donde se veía la flota, pero en suelo alemán. Me ofrecieron un puesto oficial en el Times y que les ayudara en algunas cosas. Puse orden y les dije que tendrían que filtrar las informaciones a los periódicos que afectaran a la seguridad del país. También he estado perfeccionando el español de uno de sus miembros. Supongo que lo habrán enviado a Madrid, ni una palabra de Catalán, no le hacía falta saberlo. Avisé a los nuestros que llegaría, y lo siguen sin que él lo sepa.
     - ¿Y de los alemanes, qué sabes? - preguntó de imprevisto.
     - Ahora voy allí como corresponsal del Times en Berlín. Ya tengo pensado como introducirme en su sociedad. Tengo que intentar captar a algunos alemanes afines a los ingleses, y sobre todo, me han pedido que me infiltre en cabarets, salas de fiestas y prostíbulos hasta encontrar algo que podamos utilizar en contra de políticos influyentes, militares, o los que yo crea que sean interesantes. Busca a gente viciosa de la lujuria, me han dicho: desde adúlteros hasta homosexuales, pederastas o depravados, me costará mentalmente entrar en ese mundo.





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   Los Pesos fuertes del Banco de Barcelona  (by Rafa López) Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Epílogo

Capítulo 2 - Novela: Los Pesos Fuertes del Banco de Barcelona

Los Pesos fuerte del Banco de Barcelona Rafael López y Guillén                         Capítulo Segundo      ¡Otra vez no puede ser!, pensó el joven que estaba de pie. Se sentó en la silla que había junto a la cómoda, en la entrada de su casa recién reformada.       Pero esto es imposible, ¿cómo puede ser?, que con veinte años, sea la segunda herencia que recibe. Dejó el sobre azul en la bandeja de la correspondencia, encima de la cómoda, apoyó bien ambos codos en sus piernas volviendo a leer la carta. Hidalgo de San Juan. Ninguno de esos apellidos le sonaban de nada. Ahora que la volvió a leer, vio, en una letra más menuda, abajo del todo de la carta que ponía:                            Pd: Espero que entienda, que esta cuestión es muy personal, por lo que le ruego, no la comente                               con ningún familiar o amigo.      A su madre, no se lo podía ni comentar siquiera.      Se levantó y se quitó la chaqueta. Fue a la sala donde su m